8 oct 2012

Y lo mejor de todo es que lo soñé

Formaba parte de un grupo de exploradores. Eran tres arqueólogos  dos hombres y una mujer, ; un cocinero, un traductor, nuestro patrocinador, sus  dos asistentes, Santiago y Kaly Broke; Harry un joven pasante de la universidad y una doctora llamada Helen que era muy delicada. Yo era amiga de el arqueólogo y su asistente personal, en si no era más la que revisaba sus cuentas, organizaba sus agenda y trataba de mantener limpia su casa, ademas de recoger la tintorería.
Nuestro patrocinador era un joven excentrico y millonario, apenas tenía veinte años pero había heredado una cuantiosa herencia que junto con intereses y algunos negocios que se dedico a hacer le habían hecho multimillonario de la noche a la mañana. Eso y su fanatismo por Indiana Jones y peliculas de cruzadas y tesoros perdidos le hizo buscar a tres arqueólogos que quisieran embarcarse en una misteriosa búsqueda con un pergamino como mapa que decía la ubicación exacta de un objeto muy pequeño pero, según el pergamino, muy poderoso.
Ese viaje fue el resultado de mi primer error que fue dejarlo conservar el pergamino, hace unos años hubiera sido más facil quemarlo o esconderlo donde jamas lo buscaran; pero obviamente era inexperta y crei que la inundación sería suficiente, ahora me doy cuenta de que no fue así, pues no solo el pergamino sobrevivio, tambien la  arqueologa y el traductor se salvaron, por razones que desconozco tuvieron un hijo y ahora el quería terminar lo que sus padres empezaron.
Aún recuerdo ese año, fue la primera vez que yo salía en una misión de esa clase y me sentía muy honrada, trate de ser lo más cuidadosa que se podía y la mayor parte del plan salío sin contratiempos; claro que lo del pergamino fue porque no se me paso por la cabeza que la gente podía ser a veces muy precavida, y por otro lado no contaba con que el traductor supiera nadar.
Ese viaje inició con la llegada del equipo y mi contratación como traductora , tenía apenas doce años pero ya hablaba cinco idiomas, aunque ellos solo sabían que hablaba dos, pero aun así fue una gran ayuda el no pedir un gran sueldo. No recuerdo muchos detalles de la travesía, pero aún tengo grabado en la mente la cara de los expedicionistas al ver la biblioteca y mis nervios por la posibilidad de que vieran la entrada. El problema se desato cuando el polvo aluicinojeno que estaba en los libros no hizo su efecto porque ya tenía mucho tiempo, se supone que los libros donde se encontraba ese polvo descansaban en una e las mesas de forma tentadora para que todos los examinaran; lo del polvo no fue culpa mía, sin embargo en seguida me di cuenta de que algo andaba mal cuando llegó la noche y todos seguín en su juicio, sin ver elefantes rosas o tener intenciones de volar como pájaro. La peor sorpresa fue a la mañana siguiente cuando encontraron la trampilla en el piso, por suerte no tenía equipo de buceo para entrar por que la trampilla daba como a una cueva llena de agua, aún así no querían quedarse con la ganas de bajar a investigar; lo de la trampilla tampoco fue mi culpa, eso le tocaba a mis superiores que por cierto ni notaron que los arqueólogos la habían encontrado, y hay que admitirlo esas personas sabían lo que hacían y eran muy buenos en su trabajo, no dañaron nada ni dejaron huellas de su trabajo; por eso tuve que hacer que un mono se atorara dentro de uno de los jeeps para crear una distracción.
En cuanto vi que nadie me prestaba atención me metí por la trampilla directo al agua, y todo mi cuerpo sintió un consuelo al momento en el que el frío liquido me recorría la piel pues mi ropa me aclaroraba, era como un traje árabe y estaba cubierta de pies a cabeza, así se escondía mi cabello y las marcas en mi cuerpo, pero eso es otra historia, el punto aquí es que después de respirar y disfrutar del agua me sumergí para encontrar el pasaje que llevaba a la entrada de la ciudad; cuando al fin el agua comenzó a disminuir subí por unas escaleras talladas en la roca, me encontraba en una encrucijada de veinte pasillos diferentes que parecían iguales y totalmente obscuros, eso lo conocía de memoria así que no dude en pasar por el pasillo número cuatro de izquierda a derecha y seguir con mi camino aunque no hubiera ni rastro de luz, camine rápido por lo que parecía obscuridad completa pero al fin se puso claro y llegue al salón donde estaban las diferentes puertas que conducían a varios lugares de la cuidad; el guardia que me recibio me ayudo a quitarme la ropa que traía mojada, suerte que abajo se encontraba mi vestido amarillo  a prueba de agua porque así no tendría que cambiarme; me arregle el cabello y pedí permiso para ver al consejal, supongo que mi cara se veía llena de preocupación porque el guardia no se molesto en preguntarme para que quería la audiencia y se limito a ponerme una flor en el cabello, eso para las mujeres de mi ciudad era simbolo de que eramos solteras, y después de eso piso una piedra en el suelo y está activo los tres escalones que conducian hacía una puerta se separaron de la pared y dieron pasó a una entrada que conducia hacía abajo.
seguí mi camino y llegué a la sala donde el consejal esperaba; otra chica llegó en ese momento y se inclinó ante la silla del consejal, yo me puse a un lado de ella e hice lo mismo; el consejal la dio la palabra a la otra chica y esta expuso su caso, algo acerca de un ladrón que había saqueado varias casa, luego el consejal escribió algo en un pergamino y se lo dio a la chica con instrucciones para ser entregado, finalmente la chica salio y llegó mi turno de hablar y solo tuve que decir cuatro palabras : han descubierto la entrada.
El consejal se levanto y comenzó a dar ordenes a los guardias para que el problema se solucionara.
Cuando yo salí mi equipo tenía problemas  con unos bandidos que los acorralaron en unas ruinas que creaban una especie de fosa; yo solo tuve que tirar de una palanca y la compuerta se abrió, ese era para lo que se había construido esas falsas ruinas, un pasaje dejaba correr el agua desde la presa construida más arriba y todos los que estuvieran en la construcción pasarían a mejor vida. Pero no fue así, sin saber como el traductor y una de las arqueólogas sobrevivieron y conservaron el pergamino, regresaron a la civilización y tuvieron un hijo que ahora se encargaba de termina lo que sus padres habían empezado.

EL arqueólogo para el que trabajaba se llamaba Leonardo Gress; no estaba casado pero tenía una amiga que vivía con él desde que iban a la universidad, la mujer se llamaba Catlyn y aunque no existia ningun romance visible entre ellos, yo sabía por pura intuición que ambos se deseaban uno al otro e incluso podían llegar a parecer esposos, ya sea por su forma de tratarse o por como llegaban a tratarme, pero cada que nos presentábamos en alguna reunión nos creían familia.
Yo llevaba un par de meses como su asistente personal y me había encargado de que su trabajo sobresaliera en varias revistas con el fin de llamar la atención del dueño del pergamino; aunque Leonardo ya era importante en varios institutos, pero la fama no era lo suyo y si quería conseguir el pergamino lo que necesitaba era un arqueólogo famoso, aunque no fuera muy rico, claro que la excentricidad era lo suyo y no fue feliz en ningún departamento hasta que encontró un petnhouse de renta baja, donde todo era muy antiguo y daba el aspecto de terrorífico, pero supo iluminar bien los espacios y Catlyn y yo podíamos estar ahí tranquilas.
Como su asistente personal tenía el control de su correo electrónico y esa fue la ayuda que necesitaba para llegar al pergamino. Todos los días en la página de arqueología del instituto donde Leonardo trabajaba se ponían anuncios, así que en todo momento vigilaba la página en busca de algún indicio, cuando apareció  Saqr Indar, el joven millonario y actual poseedor del pergamino; el solicitaba un traductor de símbolos mayas y alguien que fuera experto en las culturas de Sudamérica  el anuncio pedía con urgencia la traducción del pergamino e incluía la foto de la parte superior de esté, claro que nadie le explico al joven que el pergamino tenía de maya lo que el pacifico tiene de dulce, pero aun así le mande la respuesta a sus solicitud desde el correo de Leonardo junto con su curricular; Indar quedo encantado con la información y se contacto con Leonardo por teléfono  y esté se puso tan feliz por la propuesta que nos llevó a cena a Catlyn y a mi para celebrar y agradecerme el favor.
El resto fue pan comido; Indar y Leonardo se citaron para hablar y así llegaron al contrato, luego Leonardo tradujo el pergamino para Indar y en seguida llegaron a la fecha para el viaje; yo no tuve que encargarme de gran cosa porque Indar era muy desconfiado y no quiso que nadie moviera nada sin su concentimiento, asi que él se tomo el trabajo de llenar formulas y sacar permisos, incluso él mismo compro los boletos y mando el taxi a nuestro edificio a recogernos. Al verme librada de todo ese papeleo pude tomarme buen tiempo para preparar nuestro equipaje y dejar varia instrucciones para Catlyn que incluían el pago de la luz y la comida para "pato", el pez japones con sobrepeso que ocupaba una enorme pesera llena de corales en el estudio, pero en mi opinión tenía muchas suerte o mucha fuerza para sobrevivir a Leonardo pues no había conocido a una persona más olvidadiza que él.

Mi maleta no era la gran cosa ya que me habían enseñado desde muy pequeña a cargar solo con lo necesario  así que preferí cargarla en la silla de mi caballo con lo que disminuía la carga de las mulas que tenían el resto del equipaje pues ya con las maletas de la doctora era más que suficiente
. Por si fuera poco, Helen, la doctora, no dejaba de quejarse por el clima y los insectos, con lo que me hacía comenzar a perder los estribos.
-Hubiéramos venido en septiembre, así los  insectos no nos atacarían-decía con su tono meloso que tanto me irritaba
-No porque en septiembre el clima varia mucho-trataba de explicar el otro arqueólogo
-Entonces en diciembre, así siempre habría frió y ese sería el único problema- volvía a reclamar y yo contaba hasta diez mentalmente para calmarme y evitar que me lanzara sobre su cuello y la estrangulara, y es que después de cuatro días así ya no solo me enojaba, ahora también tenía intenciones de colgarla de los pies y torturarla.
 Por fin llegamos a la primera marca y las quejas cesaron.

La marca era en si una enorme piedra circular medio tapada por un árbol q poco a poco había crecido encima; tenía un único grabado q representaba una espiral de cuatro círculos lo que significaba q justo por debajo se encontraba un rio subterráneo sagrado y no se podía escavar ahí. Claro q los arqueólogos no tenían idea y en cuanto llegamos se pusieron a tomar fotos, sacar medidas, tomar muestras y un montón de cosas que hacen los humanos; Indar prefirió explorar la zona, su camisa blanca se le pegaba al cuerpo a causa del sudor y se veían el contorno de sus musculos, supongo que para Kelly eso era atractivo, pero a mi me causaba cierta consternación ver como un hombre cuidaba tanto de su aspecto; la doctora por su parte prefirió retocar su maquillaje, otra costumbre que me parecía totalmente absurda, pero por otro lado eso la mantenía callada y no iba a permitir que nada la distrajera si con eso cesaban las quejas. El cocinero decidío q era momento de un almuerzo y empezó a sacar panes y especias, la verdad ese cocinero me asombraba, parecía poder sacar una comida deliciosa incluso de una piedra; por él tampoco me iba a preocupar, y Kelly y santiago estaban muy interesados en el descubrimiento de la marca para necesitar de mi atención;el único que me tenía consternada era el traductor, era un hombre muy rudo que parecía criado en la selva por lobos, su cara estaba llena de cicatrices y tenía una mirada muy extraña, vestia como si con su atuendo tratara de mezclarse con la selva: pantalón cafe tierra, camisa café y una chamarra camuflageada; sin embargo no era su apariencia lo que me desconcertaba, si no su manera de hablar, era como si fingiera su voz todo el tiempo, y yo sabía bastante de actuación para notar su falso acento latino y parecía que se le escapaban unas expresiones en frances; pero ahora él estaba muy interesado en el árbol que cubria la piedra y en todo lo que hacían los antropologos que no se percato de mi presencia.
  Amarre mi caballo a una rama y me aleje un poco hacía el lado contrario de la piedra, tenía intenciones de llamar a alguien de mi pueblo, es un método muy sencillo pero efectivo, consiste en encontrar un árbol al que solemos llamar "árbol telefono" porque si golpeas su corteza se escucha el sonido por varios kilometros; sin embargo cuando encontré el árbol una voz me habló.

La máscara de la muerte roja, cuento de Edgar Allan Poe

La Muerte Roja había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.



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